A propósito del ropero

Angel tenía catorce años y no conocía el horizonte. Cobijado por la silueta de los Cantábricos de su León natal pasaba los días en las laderas pastando las cabras de su padre y cazando algún pájaro con la honda. Un día, los gobiernos de Europa quisieron jugar a ver quién la tenía mas grande y su padre comprendió que catorce años era edad suficiente para convertirse en carne de cañón por lo que, esa misma noche, embarcó al chico rumbo a La Argentina. Al amanecer Angel conoció el horizonte – todo junto, de golpe – durante un mes no conoció otra cosa. Cuando por fin a esa línea curva que de tan larga se le antojaba infinita, le salió un grano marrón justo en el medio que fue creciendo hasta dibujar una costa creyó que otras montañas lo esperaban para protegerlo. No fue así, detrás de ese mar había otro no menos inmenso e igualmente verde, lo llamaban “pampa”. Unos tíos lo albergaron en su chacra de Puan, por entonces un pueblo en la frontera con el indio. Allí conoció el campo, los zorrinos y sus olores, los caballos, el ferrocarril – donde trabajó hasta convertirse en jefe de Estación- y sobre todo el exilio.

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