El frío en los huesos

Se levantó temprano a pesar de que hacía meses que ya no había nada que hacer. Tantos años de apresurar el alba le habían dejado como un reflejo, un impulso que lo expulsaba del catre a las seis de la mañana. El mismo impulso lo llevó a colocar la pava sobre el Petromax pero no llegó a encenderlo, pensó que no valía la pena. Ya nada valía la pena.
Revolvió entre las pocas pilchas que poblaban la pieza hasta encontrar el porrón que había olvidado hace un tiempo. Se sentó frente a la mesa desnuda y apuró un trago de ginebra con la vista perdida en un punto lejano, más allá de los álamos que empezaban a recortarse en la bruma de la mañana, más allá del cerro Contreras que aparecía más blanco que el día anterior producto de la enésima nevada, más allá del puesto de Funes donde supo conchabarse muchos años cuando todavía había hacienda que cuidar, más allá del Rio Salado que se llevó a su hijo aquella mañana de enero, más allá de la capilla donde Alcira lo tomó como esposo mucho antes de convertirse en una triste fotografía color sepia.
Apretó el vaso entre sus dedos, bebió el último sorbo y lo dejó secamente sobre la mesa. Ya era hora. Enfiló para el galpón, tardó unos minutos en elegir la mejor soga entre los aperos del malacara. A pocos metros de allí, como un tótem majestuoso en medio de la nieve se alzaba un viejo tala. La pila de leña le sirvió de escalera para llegar a una gruesa rama donde atar firmemente la soga.
Colocó el lazo en su cuello y miró por última vez la chacra que cubierta de nieve parecía más grande o tal vez más vacía. Entre los troncos apilados oyó un leve quejido, dos gatitos abandonados por su madre en esa fría mañana de julio se aferraban empecinadamente a la vida.

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